Imagina que es noviembre de 1928. En un tranquilo estuario de St. Lucia, Zululand, una hembra de hipopótamo abandona su hogar sin razón aparente.
Nadie sabe por qué decidió marcharse—algunos especulan que buscaba una pareja perdida, otros creen que huía del lugar donde mataron a su madre, y otros más piensan que simplemente anhelaba aventura.
Lo cierto es que comenzó una travesía épica que duraría más de tres años.
La prensa la nombró “Hubert,” creyendo que era macho. Durante 1,600 kilómetros, esta viajera incansable cruzó 122 ríos, visitó playas en Durban, caminó por campos de golf, se durmió sobre vías de tren deteniendo locomotoras, y apareció en la calle principal de ciudades enteras. Sus huellas se volvieron legendarias. Aparecía de noche, esquivaba a fotógrafos y cazadores con una astucia extraordinaria, y desaparecía en la niebla antes del amanecer.
El mundo entero seguía cada aparición de “Hubert”. Periódicos publicaban sus aventuras. Multitudes la esperaban en cada parada. Para los zulúes, era la reencarnación del Gran Rey Shaka. Para los hindúes, era la “Protectora de los Pobres.” Incluso, el Consejo Provincial de Natal la declaró “Presa Real,” otorgándole protección.
Pero en abril de 1931, cuando finalmente llegó al Río Keiskamma tras su odisea, cuatro granjeros la mataron de seis disparos. El mundo lloró. Cuando su cuerpo taxidermizado regresó de East London en 1932, 20,000 personas la recibieron en el puerto. Su cuerpo reposa en el Museo Amathole, y los granjeros que acabaron con su vida comparecieron ante un tribunal, donde recibieron una multa de 25 libras.
Solo después de su muerte descubrieron que “Hubert” era en realidad “Huberta.” Pero su verdadero género nunca importó. Lo que importó fue que en un momento de desesperación global (durante la gran depresión), nos recordó que la vida siempre encuentra su camino, incluso cuando nadie comprende hacia dónde va, pese a que en ocasiones se tope con la peor cara de la humanidad.